El barco de los esqueletos

cropped-dsc_0130.jpg                “El invierno en Punta Arenas se parece a un gigantesco cetáceo que reposa sobre la marea. Es mi ciudad. Nací y crecí en ella, varias veces he viajado por otras latitudes, pero siempre vuelvo a mi lugar, como consolidando un ritual pretérito y siempre revelador. A veces me doy cuenta de que contemplarla es también un poco inventarla.

                Pasear por aquí una tarde invernal es como probar una pastilla de menta demasiada fresca, es un frío que llega a calar los dientes, una mezcla entre placer y dolor, muy propia de la cercanía con los hielos del fin del mundo. El viento sopla ahora sobre mi rostro imprimiendo esa bofetada gélida e impregnada de sal que trae la rudeza de los mares australes y algo de la noche antártica.

                Estoy en el Muelle Verde, un muelle fundacional en esta ciudad, que antes era también conocido como Muelle de Pasajeros, y que hoy es un añejo conjunto de tablas corroídas por los elementos, donde reposan flemáticas las gaviotas. Se cuenta que en 1908 el cónsul de Francia Juan Blanchard despidió aquí al navío Pourquoi-Pas que emprendía su segunda travesía al continente antártico. Ahora presenta un aspecto ruinoso, pero la evocación de los barcos que pasaron por él me hace volver a sus pies.

                A un lado del Muelle Verde ha instalado un casino de juegos, cuyas irritantes ventanas cromadas quiebran la armonía del dibujo portuario. Más allá veo el Muelle Arturo Prat, donde zarpan y fondean barcos que van y vienen entre las más impensadas latitudes del globo, mientras numerosos hombres solicitan las amarras en todas las lenguas y dialectos de Babel, hombres de mar de hoy y siempre, que en sus cuerpos llevan mareas y singladuras interminables.

                En tanto, el estrecho de Magallanes empieza a mostrar unas olas picadas y un tono azul oscuro que delatan un repentino cambio de humor. El viento, como un cuchillo, ingresa en el mar removiendo su enorme vientre de espuma y silencio.

                «Éste es el paso que une los dos océanos más grandes del planeta», me digo, repitiendo una lección aprendida de memoria. Recuerdo que en la niñez leía con devoción las novelas de aventuras de Emilio Salgari. Grande fue mi sorpresa cuando descubrí que uno de los epicentros favoritos en sus historias navieras era el estrecho que quedaba a dos cuadras de mi casa. Asociaba es mar a una fuente inagotable de historias, mientras mi profesora decía: «Quienes vivimos aquí tenemos una visión de dos mares que confluyen, representamos la transición de un antiguo viaje».

                Ahora la tarde está despejada. Propicia el santo oficio de la evocación.

                Pienso en las fotografías del puerto libre que hay en algunas casas, donde puede verse desde el Cerro de La Cruz un horizonte tapizado de barcos. Tiempos de bonanza y prosperidad, la época en que aún no abría el canal de Panamá.

                Pienso también en las incontables travesías que presenció este mar de colores intensos y en cuyas profundidades yace una verdadera fosa común de barcos. Entonces la figura del naufragio se torna curiosamente cotidiana mientras el viento helado hace flamear mi abrigo. Esos mares fríos, el estrecho de Magallanes, el cabo de Hornos, el pase de Drake, todos escenarios propensos a la epopeya naviera pero también a la tragedia en manos de un mundo que se triza.

                Estoy viendo a Hernando de Magallanes que ingresa con sus naos robustas, goteando humedad por sus jarcias, al que llamó estrecho de Todos los Santos, en 1520. Luego pasa por mi mente y por estas aguas un soberbio Francis Drake, corsario a las órdenes de Su Majestad Británica, cruzando en tan solo dieciséis días este recodo de la geografía que prácticamente le pertenecía al mito. También avizoro a Sarmiento de Gamba, que ahora es un personaje conradiano, desdichado y condenando al fracaso, pero siempre épico. Es inagotable la proeza de los barcos que surcaron este estrecho. Sus naufragios, travesías y hazañas son parte de mi oficio de convocar rostros del pasado.”

Introducción extraída de “El barco de los esqueletos”, de Óscar Barrientos Bradasic (2014)


Tomo prestadas estas intensas palabras del escritor magallánico para describir mi estado, mi lugar y mis condiciones frente a la belleza de un atardecer, caminando por la costa nera de la ciudad de Punta Arenas. Estamos en el extremo sur del continente americano y aquí se ven los amanecer más lindos en un delicioso despertar deseoso de aventuras. Los vientos llevan todo el aroma del mar y entiendo bien esta “pastilla demasiada fresca” cuya el escritor hace referencia.

Después de casi 2 meses acá en Punta Arenas, cuyos estudios e interacciones me llevaron un poco más allá, estoy listo para empezar la temporada a bordo del crucero de expedición Vía Australis, de esta misma compañía. Nuestra ruta, basada en los canales y fiordos fueguinos hasta llegar en la ciudad argentina de Ushuaia, se siente fuerte: fauna y flora, montañas, glaciares, viento y frío, eso es lo que nos espera por los proximos meses de verano austral.

Por supuesto, este humilde escritor que vos escribe estará un poco más ausente que normalmente, pero siempre con el deseo de traer novedades y lindos registros fotográficos y filmográficos para el blog de viajes Viajando na Viaje.

Punta Arenas, 22/09/2015 .:. Con sabor de menta fresca

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