A principios del siglo XXI, conocí a dos muchachos…
De un lado, un joven francés, aventurero y lleno de energía. Venía del viejo continente, lleno de ideas, inspiraciones y deseos… Del otro, un viejo magallánico lleno de historias para contar, apasionado por la vida y por sus matices. Esperava la primavera llegar para escuchar las bandurrias volviendo al sur.
Pasaban la vida a pasear, enamorandose de lindas doncellas y aprendiendo acerca de la cantoría nefasta de las aves que vuelven a sus lugares después del invierno. Quedaban mirando al cielo por horas, buscando una nube extraña o quizás un estrella pasando más rápido que las demás. Se acurrucaban en la orilla de un río para escuchar su movimiento interminable, mirando sus colores y anotando peripecias marinas. Se encantaban por la luz del sol pasando por el hielo, observando como cortaba su color y se volvían transparencias glaciales. Yo todavía me acuerdo cuando como pasábamos horas a charlar sobre Zulupapas e pueblos canoeros. Queríamos siempre más, en un mundo infinito de posibilidades. El Carpe diem del otro me tocó. Sigo escuchando la bandurria volando por Punta Arenas…
Se llamavan Augustin y Vitoko.

Carpe diem
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Felipe «Pipo»